Rumania 19
Septiembre de 2019
Mi primera visita a Rumanía fue en 1969, hace exactamente 50 años, cuando navegaba por el Mar Negro, época de la peligrosa “guerra fría”. Visité Constanza y días después aproveché para viajar también a Bulgaria y Ucrania. El estado en el que se encontraba Rumanía era deplorable al compararlo con la Europa occidental. Estaban en manos de la URSS y había una gran degradación: limpieza de calles, gentes muy empobrecidas, edificación decrépita, muy mal vestidos…quejidos que salían de los hospitales como si no utilizaran la suficiente anestesia…En mi segunda visita en 1999, que entonces ya tenía sus 22 millones de habitantes, y cuando su capital Bucarest rondaba los 2 millones, su moneda era la de ahora, el leu y te daban 40 de ellos por 1 peseta. Veía pasar a la gente frente a una iglesia y persignarse 3 veces, ahora también lo hacen, y a continuación tratar de robarte.
Para el turista todo era 5 veces más caro de lo que tocaba ser y además te pedían propina. Era muy desagradable aguantar la presión del constante timo. Con coche de alquiler visité el famoso castillo de Drácula, sin valor alguno en aquel entonces, y el Palacio de Peles en una comarca próxima a Brasov. El país, salvo los Cárpatos, no merece mucho la pena, pero, al ser barato, atrae al turista…hasta que llegas y te das cuenta de que TODOS te roban, te pongas como te pongas. En ese viaje de 1999, tras visitar Rumanía salté a Moldavia.
Ahora en 2019, y tras mucha emigración, la población ha descendido a los 19 millones. Su moneda, llamada nuevo leu, sigue sin valer gran cosa fuera de sus fronteras. Por 1 euro te dan 4,7 leis. Al menos ahora el servicio militar es voluntario y su renta por habitante viene siendo un tercio de la de España. Como llueve poco, unos 500 mm al año, su agricultura sigue siendo de secano y tiene producciones de petróleo y gas que apenas cubren sus necesidades interiores. Parece que la mujer vive hasta los 79 mientras que el hombre no pasa de 71; datos bajos para Europa y que no coinciden con los 2,7 médicos por cada 1.000 habitantes que presumen tener
Su superficie equivale a la mitad de nuestra España continental. Bucarest es la décima ciudad más grande de la UE. Por cierto, España tiene ¾ de millón de rumanos. En cuanto a la capital en sí misma, su centro es muy agradable de recorrer, pues es bastante horizontal, y se pasea muy bien, disfrutando de su suntuosa edificación de principios del siglo pasado o finales del XIX. Una de sus muchas plazas, la llamada Unirii de gigantescas dimensiones, constituye no solo el centro comercial más importante de la ciudad sino también el más atractivo dado que tiene un conjunto de grandes y bellas fuentes que, con mucho acierto, han sabido iluminar y ofrecer un maravilloso espectáculo conjuntando el movimiento de sus aguas con preciosos colores y música apropiada tanto clásica como moderna.
Soleado, con temperaturas agradables ahora en septiembre, me encuentro que los precios de los taxis del aeropuerto son casi lo único honrado que me iba a topar en este viaje, al igual que los precios baratos de los trenes que he utilizado para desplazarme por el país. El resto, sea un litro de leche para llevar al hotel, o una Coca-Cola en un bar, etc. valen el doble que en España aun cuando su PIB sea un tercio del nuestro; y no hablemos del timo en el cambio de euros a leis en el aeropuerto.
He encontrado Bucarest muy mejorada como ciudad, muy limpia, sin un solo papel en las calles, ni hojas caídas de sus muchos plátanos caducifolios urbanos que son barridas constantemente. Sí hay fachadas de edificios, de principios del pasado siglo, desconchándose y pendientes de restauración, al igual que miles de baldosas levantadas en sus aceras, aunque ello quizás tiene que ver con las posibilidades económicas del ayuntamiento. Estar en la Unión Europea les ha ayudado considerablemente, sin contar con las ingentes cantidades de dinero que su población emigrante envía periódicamente al país.
El casco antiguo o histórico está ahora muy bien restaurado y es el lugar de reunión no solo de los turistas sino también de la clase media y alta de la ciudad. Su conocido parlamento y sede de algunos ministerios, ya estaba construido en mi último viaje y continúa en buen estado, aunque la fachada ha perdido brillo. Los bulevares han sido mejorados al igual que las plazas y algunas calles que solo tienen tráfico peatonal. El río Dambovita, que atraviesa la ciudad, tiene ahora mejores puentes y está más limpio, aunque en sus aguas parecen verterse algunas residuales de la ciudad.
Estando en Bucarest, el 5 de septiembre de 2019, contemplé en la televisión rumana el partido Rumanía-España, la Roja ganó y acompaño en el reportaje fotográfico un penalti a favor de España. Hay muy pocas oficinas de correos en la capital en las que, curiosamente, la gente da propina a los funcionarios. Gran éxito de McDonald´s en la Plaza Unirii de la capital pues se considera “chulo” ir a comerse una hamburguesa. Los precios en restaurantes y tiendas de ropa son más bajos que los de España, pero no tanto como deberían ser según su nivel de vida, ni tampoco la misma calidad.
Viajo de Bucarest a Constanza, cuyo puerto es el cuarto en importancia de Europa. Para ello tomo un servicio de minibús y recorro los 259 km que los separan. De camino, crucé por dos veces el Danubio. La población de la ciudad se aproxima a los 300 mil habitantes. Visito el puerto de Constanza, en el Mar Negro, donde estuve por primera vez en 1969. En aquel entonces, época comunista, recuerdo que sentado en uno de los autobuses que me llevaba por la ciudad contemplaba sorprendido el bello tan largo que llevaban las mujeres en las piernas; ahora, tras 50 años transcurridos y acabado el comunismo, parecen ir todas depiladas. El puerto era pequeño. El edificio del casino estaba en situación deplorable y próximo a su demolición. La catedral, en la que hace 50 años me hice una foto que acompaño al reportaje, ha sido restaurada y el Ayuntamiento ha sido convertido en museo de arqueología.
La zona turístico residencial de Constanza, llamada Mamaia, ya existía en el año 1969, y todos los veranos era muy visitada por los turistas alemanes (de la parte de la Alemania Democrática invadida por la URSS, que de democrática tenía poquísimo). Para ellos fueron construidos hoteles frente a una playa, en el mencionado Mar Negro, de más de 10 km de longitud, pero con el aire y estilo comunista y por supuesto muy austero y cutre. Para observarla mejor, tomé en esta ocasión un moderno funicular de varios km de longitud que discurre a lo largo de la misma. Los hoteles no tienen valor ni arquitectura alguna y el turismo no es de mucha calidad. Las aguas de la playa son negras como corresponde al nombre del mar.
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De vuelta a Bucarest, disfruto de los pastelillos rumanos de miel que son deliciosos y que me recordaban los que había comido en otros viajes por Grecia y Turquía. Visité todo el casco histórico sin dejar rincón alguno. Tomé el típico bus rojo turístico y recorrí tranquilamente la ciudad deteniéndome en varios puntos del itinerario. Paseé a lo largo del extenso bulevar Victoria contemplando sus edificios clásicos. Debido a que tanto en las calles, en el Metro y en otros lugares públicos no hay facilidades para los discapacitados sino, más bien, barreras arquitectónicas, no se ve ni un solo minusválido en las ciudades lo que es algo muy lamentable y vergonzoso para este país.
Desde Bucarest me trasladé en tren a Brasov, a unos 160 km de distancia, lo que me llevó casi 3 horas pues paraba en casi todos los pueblos. En el trayecto contemplé grandes extensiones llanas plantadas de cereales, tipo Castilla, para posteriormente atravesar bosques de denso arbolado de abedules y cedros al igual que montañas que eran realmente las estribaciones de los Cárpatos. Brasov es una ciudad grande de no mucho interés, pero, no es menos cierto, su casco antiguo, muy cuidado, resulta agradable de visitar, al igual que ascender a una colina próxima a él por medio de un funicular para contemplar la panorámica del casco histórico.
Una vez más, mi pareja, Charo, me acompañó en este viaje y disfrutó de Rumanía.