Alaska 88

Agosto de 1988

Alaska tiene una superficie de 1,5 millones de Km2, lo que supone algo así como 3,5 veces mayor que España. Su capital Juneau, no es más que un pueblecito de la costa al que ni siquiera puede llegarse a él ­por carretera. En esa costa occidental viven los indios Ketchikan y un poco al interior los indios Koyukuks. Los esquimales están, principalmente, por el norte del país y por la zona del mar de Bering.

Terminada la fiebre del oro del s. XIX las únicas fuentes de riqueza actualmente son la pesca, el petróleo, el mercurio y el plomo. También hay grandes ­granjas para la cría de animales de pieles preciosas.

A mediados de s. XVIII Vetus Bering exploró Alaska por encargo de Rusia, la cual vendió este país a EE.UU. por 7 millones de dólares, convirtiéndose en 1.958 en el estado número 49. Por su situación, supone un enclave estratégico importan­te para la defensa del Ártico.

Se trata de un mundo maravilloso donde la naturaleza indómita despierta el sentido de la aventura. Se mezclan las culturas india, rusa, y esquimal. Aquí vive el oso polar, el negro, caribúes, alces, lobos, focas, ballenas, etc. Aquí está, también, el monte más alto de los EE.UU., el McKinley con sus 6.200 m.

NAVEGACIÓN REMONTANDO HACIA EL NORTE DE ALASKA

Primer día de navegación.

NAVEGANDO EN UN REMOLCADOR. Salida de Vancouver. Con tiempo borrascoso recorrimos unos 500 km. por estrechos canales que separan las islas de esta costa occidental, siempre en dirección norte, dejando atrás las islas de Vancouver y Reina Carlota. Pasamos al lado de ballenas que parecían ignorarnos. El paisaje es espectacular, pues navegamos entre montañas de escarpadas laderas llenas de densos bosques que llegan hasta el agua. La oscuridad, debida a la borrasca, no ayuda a dar colorido al paisaje, pero la belleza está ahí. Nos cruzamos con infinidad de barcos salmoneros, que parecen estar por todas partes, dada la riqueza piscícola de estas aguas. Vemos muchos remolcadores, como el nuestro, arrastrando a más de 200 m de distancia enormes plataformas cargadas de contenedores. Pequeño, pero potente, el remolcador tenía una reducidísima tripulación y, solamente, otro pasajero y yo viajábamos con ella. Comíamos excelentemente y dormíamos en catres, relativamente cómodos. La tripulación fue hospitalaria y simpática. El mal tiempo hizo un poco pesada la navegación.

Segundo día de navegación.

De madrugada llegamos al puerto de Ketchi­kan. Esta ciudad tiene 8.000 habitantes y es la mayor de esta zona de Alaska. Mientras se descarga mercancía aprovecho para recorrerla, dentro de una fuerte lluvia con viento del norte. Una buena parte de la ciudad está poblada por indios, antiguos esquimales rusos que pasaron el estrecho de Bering, quienes conservan sus lenguas y religiones. Hay muchos Tótemes de cedro por todas partes. Todas las edificaciones son de madera. El pueblo entero vive de una fábrica de pulpa de madera para hacer papel y de un criadero de salmones. Por lo que voy ­viendo y escuchando, Alaska es un país con nivel de vida bajo y todo les resulta caro pues las mercancías han de venir por barco o avión. ¿Quién podía pensar es­to durante los años de la fiebre del oro? El clima es duro hasta en verano. Hoy hemos recorrido otros 500 Km.

Tercer día de navegación.

Seguimos navegando entre islas, por estrechos canales, rodeados frecuentemente por pequeños icebergs que se desprenden de los glaciares por los que pasamos. Seguimos dentro de la borrasca. Llueve continuamente. Hace 3 días que no veo el sol. Llegamos a Juneau, capital de Alaska. Consigo ir a visitar el famoso glaciar Mendelhall en un diminuto helicóptero y aterrizar sobre el hielo del glaciar. Es un espectáculo maravilloso. Hoy he comido salmón y halibut hechos a la brasa y ambos estaban buenísimos. Resulta curioso que la capital no tenga carreteras que la unan al resto del país.

Cuarto día de navegación.

Navegamos hacia el norte y llegamos a Skagway donde dejamos el resto de la carga. Se trata de un pueblecito de 700 habitantes (casi los conocí a todos), en donde sólo hay una calle. Aquí abandoné el remolcador y me metí en una aventura peligrosa: volar dentro de una borrasca muy fuerte en una avioneta para 3 pasajeros. Era la única forma que tenía de salir del rincón de Alaska donde me encontraba. El viento movía la avioneta como si fuera una pajarita de papel. Volábamos a unos 1.500 m de altura entre montañas que la nieve no dejaba ver. Tenía la impresión de que íbamos a estrellarnos contra los abetos nevados. Tras 2 horas de vuelo llegamos a un pueblecito que milagrosamente tenía carretera para poder llegar más al norte en dirección a Anchorage que estaba, todavía, a unos 1.000 Km. de distancia. Los grandes camiones de largas rutas se encargaron de hacerme llegar hasta Anchorage. Fue un bello recorrido dentro de la naturaleza más virgen que pueda uno imaginar.

Norte de Alaska.

Anchorage. No es más que un pueblo feo, en el que se ven demasiados esquimales marginados y borrachos que no han podido adaptarse a la vida que el blanco, llegado en las últimas décadas, le ha impuesto. No hay nada atractivo salvo la venta de pieles. A punto estuve de comprarme una piel de lobo gris preciosa, pero el precio era desorbitado. El norte de Alaska está lleno de mujeres excesivamente gruesas con unos vientres y traseros enormes y con peso superior a los 120 Kg. Esto se debe a que el organismo se defiende del frío acumulando grasas en el exterior del cuerpo que, en síntesis, es lo que ocurre con las focas. Pasé varios días recorriendo la zona de Fair­bank, los glaciares de Columbia y Portage y varios parques del norte de Alaska como el de McKinley. El tiempo fue bastante bueno. El descenso del norte de Alaska lo hice en autostop con grandes camiones que transportaban madera, entrando finalmente, tras 2 días de recorrido, en las estribaciones de las Montañas Rocosas.